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Historia con aroma

 

 

El poder evocador de aromas y sabores es tremendo. Todos lo sabemos, pero poco nos aprovechamos. ¿Sabía usted por ejemplo, que esos caramelitos que tenían los cucuruchos de cartón llamados “sorpresitas” y que daban en los cumpleaños, eran en realidad semillas de cilantro recubiertas con azúcar y colorante? ¡Imagínese entonces todo lo que puede obrar en el subconsciente de un comensal venezolano colocar un poco de semillas de cilantro en su postre!

Es tal la capacidad que tiene la memoria olfativa de fijar momentos importantes, que es extraño que no sea un recurso académico usado por los profesores a la hora de enseñarnos historia.

Hagamos el ejercicio hipotético de imaginar a una profesora de primaria que recibe, sorpresivamente, a sus estudiantes con un vaso de chocolate caliente y una arepita de maíz pelado. El aroma del cacao mezclado con el cenizo de la arepa comienza invadir el salón y ella les cuenta: -“Dicen que el Libertador se desayunaba con una taza de chocolate caliente y una arepa pelada, ¿Saben porqué la arepa (dicho por Perú de Lacroix y citado por el historiador José Rafael Lovera)?, pues porque comer maíz y rechazar el europeo trigo del pan, era un símbolo para mostrar su patriotismo”

Otro día esa misma maestra le manda a los niños que traigan de casa, por equipos, comida típica de Mérida, Barinas, Trujillo y Caracas. Mientras comen de esos platos, les cuenta cómo Bolívar en 1813 hizo su Campaña Admirable, justamente atravesando esos estados.

¡Estoy seguro que, de adultos, cuando esos muchachos se tomen un chocolate o desayunen una arepa, recordarán a Bolívar desde la escondida memoria que es el olfato! Recordarán a un Bolivar humano que desayunaba y creía que tierra y maiz son símbolos libertarios.

Ejemplos hay miles. Por ejemplo, cuando leí el viejo testamento uno de los pasajes que más me impresionó fue el del éxodo guiado por Moisés desde Egipto. Me impresionó por la ferocidad de ese Dios vengador dispuesto a lanzar una plaga que matara a primogénitos inocentes que no eran culpables de los desmanes de sus padres, pero también por imaginarme el susto de los esclavos.

Eran hombres y mujeres en condiciones infames que seguramente habían negado su creencia, y un día estuvieron dispuestos a exponerse ante el tirano. Pintaron de sangre de cordero los dinteles de sus casas para marcarlas. Si las cosas no salían bien al día siguiente, esa marca sería su condena. Puedo imaginar esa larga noche perfumada por el olor del cordero sacrificado. Estofado. Lujo excepcional en casas pobres. Probable última cena aunque nadie se atreviera a decirlo. Más nunca he comido cordero (una de mis carnes favoritas), sin recordarlos.

O pensar en la gesta de Nelson Mandela. El hombre que más admiro en la tierra. Estuvo 27 años preso en condiciones infames. Cuando lo liberaron aquel febrero de 1990, pasó su primera noche de libertad en casa de Desmod Tutu. ¿Saben que le pidió Mandela al obispo Nobel de la Paz? Su añorado pollo con curry. Su plato preferido. Jamás he vuelto a comer pollo al curry (cosa que hago con frecuencia), sin imaginarme el silencio reverencial, ante la fuente con el guiso, de aquel par de hombres únicos. Creo ver a un Mandela que prolongaba el instante por si no era más que un espejismo cruel. Ese mismo Mandela que al cumplir 20 años de libertad, invitó a cenar a su carcelero para que celebraran juntos.

Cada momento o personaje histórico trae adosado un olor. Los 33 mineros chilenos atrapados en vida, pidieron asado con cerveza apenas pudieron comunicarse con ellos. El olor de la leña primitiva era el cordón umbilical que querían que se estableciera entre ese subsuelo infinito y el abrazo de sus afectos.

Grandes hombres como Einstein o Gandhi eran vegetarianos (y grandes monstruos como Hitler, también); y ya que nombro a Gandhi, es imposible imaginar su historia independentista sin ponerle un poco de sal. La misma que se negó a pagarle al imperio invasor. La sal cruda. La recogida directamente en salinas como las de India o la Paria venezolana, tiene un olor y un sabor realmente únicos. Tomo un puño, lo acerco a mi nariz, y es inevitable para mi sentirme caminando al lado de hombres que se han hecho su propia ropa. Desafiante levanto junto a ellos mi puño de sal marina como símbolo de liberación.

Es la historia que nadie me contó así. Probablemente por ser cocinero veo el mundo desde una perspectiva gastro-centrista, pero estoy seguro que no estaría mal estudiarlo como metodología de enseñanza para niños. Un salón con pizarra y cocina. Con tiza y cubierto. Con hombre y nariz. Un salón que haga que una rosa no solo sea roja, sino tenga el aroma de la que la leyenda popular dice, mató al poeta Rilke.

Por Sumito Estévez

Sumito Estévez es uno de los rostros más familiares de la generación de cocineros venezolanos que se dio a conocer hace dos décadas. Chef y comunicador nato, fundó el ICC y ahora el ICTC en Margarita, es figura del Gourmet.com, autor del libro Diario de un chef. Sus cientos de seguidores saben que su twitter es @sumitoestevez

Una respuesta a «Historia con aroma»

Que impresionante narrativa, me sentí parte de todas esas vivencias. Ahora puedo decir que no hay aroma que no tenga una historia en particular, según el sentir y la sensibilidad de cada ser que lo perciba.

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