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Cocina femenina

Por María Fernanda Di Giacobbe

En Venezuela tenemos una tradición culinaria familiar y femenina. Los venezolanos habitamos casas cuyo corazón es la cocina. Ese fue el espacio de las mujeres, el centro de la vida, el lugar de reuniones cotidianas y trascendentales. Escuelas maravillosas para transmitir de forma oral e instintiva sabidurias junto a ingredientes, recetas y técnicas de cocción.

La cocina femenina es ancestral, es trabajo diario y ritual, es compromiso natural y celebración. La cocina tradicional femenina no es cocina de autor. Es una cocina mestiza, libre y abundante que sumó a los conocimientos de indias, españolas, criollas, africanas las técnicas e ingredientes traídos por mujeres de muchas las latitudes del mundo. Está fundada en el amor por los hijos, por la familia y por la comunidad. Es una forma consciente de preservar la vida, mantener la familia y conservarla unida.

La mujer venezolana que tiene la cocina como oficio. Fue en principio un ama de casa que evolucionó con los cambios sociales y se incorporó al campo laboral con los conocimientos gastronómicos familiares.

Puede ser una cocina lenta y elegante servida en casas y restaurantes o la apurada de tarantín, violenta en kioscos de calle, rústica y de carretera, pero siempre una cocina inolvidable, próspera y casera, por que donde hay una mujer hay hogar. Cada una de ellas ejerce con dedicación una cocina que ama apasionadamente y lucha por un futuro mejor.

Esa mujer es experta en elaborar platos deliciosos según sus recursos y lo que consiga en el mercado. Muchas recetas que compartimos están inspiradas en sus fogones, vienen de las voces de sus abuelas, de sus recetarios transcritos a mano, acompañadas de sus secretos, historias e ilusiones.

En la Isla de Margarita las recetas han pasado de generación en generación. Es una cocina de mujeres y tradición que a diferencia de otras regiones del país, tiene nombre y dirección. La fosforera tiene que ser del Trimar porque conservan esa receta de Trina Marcano, “cocinera total” que deleitó a muchos de nuestros abuelos como lo hizo con el cruzado, Dorina la de El Tirano, cuya sazón está viva en las manos de su hija Tania.

Para los locales y los que saben, las empanadas son de Conchita en Guacuco, de La Negra en Porlamar, de María en Pampatar y de Enérida en La Asunción. El revuelto tiene que estar hecho por La Negra, pero no la de Porlamar: la de Boca de Río que esa sí sabe guisar y si es de pescado con ají, huevas y erizos me estás hablando de Esther que se apellida González y vive en Pedro González.

Cocineras margariteñas, cociñeras de tradición

Esther González y La Negra Isabel. Fotografía Javier Volcán. Cortesía Margarita Gastronómica

Esther González cocina para todos pero su cocina es sólo de ella, de su casa, de sus investigaciones y sus viajes. Son sus lecturas, sus manifiestos, su mestizaje atrevido, su entrega en cada preparación.

Comer en La Casa de Esther es un acto de antropofagia, es comerse a Esther, probar su amor por La Isla, su lengua picante, sus ojos de sal y mar llenos de peces y mariscos, sus dulces historias de manjares de la abuela, sus amargas denuncias, el sabor recio de sus afanes y el entusiasmo de su trabajo. Su cocina es un paseo en peñero con crestas y olas, una aventura de descubrimientos, la caricia de la brisa y la fuerza del ventarrón.

Nadie en La Isla sabe tanto de especias y de montes floreados, de alquimias y combinaciones complejas. La cocina de Esther de Pedro González, es cocina del Caribe, barroca y venezolana, cocina de la pasión.

La Negra de Boca de Río en Macanao saluda por el camino, sonríe a los clientes desinformados que esperan a la puerta del restaurante. Abre la “santa maría”, ordena las mesas, deja que pasen los futuros comensales y se mete en la cocina a saludar a sus loros. Uno se posa en su hombro y la acompaña al congelador, de allí saca pisillos, aliños y mezclas que tiene a punto para empezar el día. Enciende la plancha y todas las hornillas, parte y separa los huevos como quien corta mazos de cartas y las reparte. Entonces en una tapara aprendida de años bate las claras de tal manera que si una firma de electrodomésticos la viera, estudiarían su estructura ósea y cerebral para crear un aparato tecnológico de última generación.

Una a una se llena la plancha y las hornillas de sartenes y calderitos, revuelto, tortilla de erizos, carite oreado, pasteles de chucho exquisitos que van llegando a las mesas en el orden que Isabel quiere, sin apuro y con sazón. Al probarlos sabemos que tenemos un compromiso con los jóvenes estudiantes, con nuestra gastronomía y nuestro país. Preservar estos sabores, el uso de ingredientes de la isla y esa manera de cocinar femenina que no aparece aún escrita en nuestra historia.

Metí el cuaderno de recetas margariteñas en mi cartera, dejé ese único equipaje en la mesa del caney y entré en las aguas de La Guardia con el cuerpo aún agitado del recorrido y los apuros del día. Nadé en su textura espesa hasta llegar bien adentro rumbo al horizonte. Me di vuelta y miré el cielo enorme, las gaviotas y alcatraces rozaban la superficie, cortaban el viento. Es una delicia ver sus barrigas tersas entre sus alas, saber que no hay noticia de nuestro mundo que cambie sus vidas. Permanecí tranquila, abrí mi pecho al sol, a la luz, a la vida.

El agua de La Guardia es concentrada en sal, es en verdad muy salada, huele a mejillones vivos, a vida marina en el fondo, a brisa caribe en su superficie, allí, en ese punto cercano entre el ras del agua y la nariz del que nada, es suave aroma a fresco, a patilla recién cortada, a fenómeno químico de ozono y choque eléctrico.

Salí del agua por un baño de sol, sentí el impulso de la ola de la orilla, su choque impetuoso, las miles de burbujas de la espuma que revientan en la piel y dejan marcas de círculos de sal. Allí una multitud de piedras invade los oídos y se queda a habitar en lo inolvidable. Las piedras de La Guardia cantan su tránsito de olas como lo hace el mar dentro de las caracolas.

Ya es la hora. Duele despedirse tantas veces del espacio que se ama. Nos metimos en el carro, las palmas, los gauyacanes, los dátiles, los perros atrás de los cauchos, las montañas y las sombras sobre ellas. Agarré duro mi equipaje, sonreí al caer en cuenta que llevaba un tesoro, la narración de muchas historias, una ristra de secretos, el brillo de los ojos de Daniel del color azul Macanao, transparentes como el agua de la playa en La Pared; la risa a borbotones de Esther, la paz alegre de Carmen Luna, el abrazo apretado de Isabel, la mirada de Tania iluminada por los recuerdos de Dorina, la picardía de Marcela, la lucha soñadora de Isaura y los refranes de Enérida.

Me llevo en un cuaderno a Margarita, una maleta de ají dulce, de ajo y de cebolla, un contrabando de vinos, aceitunas, especias y alcaparras, un olor a yodo y a corriente sanguínea en conitos de erizos que se asan en su caparazón. Llevo el bronceado del carite oreado, los rojos bellos de los pargos y las catalanas, un decir de semillas de cacao, una ráfaga salvaje de conejos y venados, el perfume del orégano de monte y del culantro.

Sé que cargo algo importante, un trozo genuino de La Isla, un ingrediente común y vengo corriendo a invitar a los estudiantes a preparar una nueva mise en place, a escribir todo lo oído y convertirlo en libro para devolverlo a las manos de las cociñeras, de sus ayudantes y de sus hijos.
*Esta fue la ponencia que ofreció María Fernanda Di Giacobbe en el evento Cocinando con las cociñeras de Margarita Gastronómica.

Por María Fernanda Di Giacobbe

María Fernanda Di Giacobbe, chef y emprendedora incansable, es la artífice de lugares como Soma, bombonería Kakao y Cacao de origen. Desde su entusiasmo, se ha convertido en gran embajadora del cacao venezolano Twitter: @cacaodeorigen y @Kakaochocolates

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